Cuando era niño y jugaba al fútbol con los amigos, el propietario del balón se permitía unas licencias que ningún otro jugador tenía. Además de jugar, tenía el privilegio de elegir los compañeros de equipo y, llegado el caso, convertirse en árbitro. Porque el propietario del balón siempre tenía guardado ese recurso fatídico de: “¡la
pelota es mía!”. Esa frase acallaba todas las discusiones posibles porque sabíamos que el juego se terminaba si el propietario del balón no se salía con la suya...
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