De los
libros, como del teatro y otras expresiones, continuamente se afirma que está en crisis. Siempre existen motivos para los malos augurios; cuando no es el descenso de ventas, es la sempiterna escasa calidad de cuanto se publica porque, como en tantas otras cosas, siempre hay quien se ampara en el falaz y nostálgico
cualquier tiempo pasado fue mejor. Ahora se dice que Internet supone un peligro para el libro impreso, algo semejante a lo comentado cuando el cine comenzó a llevar a sus pantallas adaptaciones de novelas o cuando la televisión se instaló en los hogares.
El libro tendrá mejor o peor salud pero dudo que sea suplantado por el ordenador. Cuestión distinta es la necesidad de adaptarse a este nuevo escenario tecnológico por parte de las empresas editoras. Pero el llegar a casa, coger un libro, sopesarlo, pasar los dedos por sus páginas y crear ese clima intimista que se establece entre el libro y el lector es algo que todavía hoy no lo proporciona la fría pantalla del ordenador.
En estos días que tanto se habla y se escribe de libros y de
lecturas, se generaliza la expresión de
el placer de leer y sin embargo no toda lectura produce gozo. Recuerdo la angustia que me producía cuando, durante el Bachillerato, estábamos obligados a los clásicos. Jóder, ¿pretendían acaso que odiáramos la lectura? ¿Qué joven de 15 años puede “engancharse” a la lectura con
libros en
castellano antiguo y argumentos arcaicos?
Hoy, ya excluidas las imposiciones para leer, la lectura se ha convertido en una especie de necesidad vital, pero el placer, el auténtico
placer de leer, lo encuentro en la relectura. Cuando conocido el argumento y los personajes, cuando la trama ya no deja espacio para la sorpresa, cuando de su lectura quedan desechados, por conocidos, los trucos que el autor utiliza para mantenernos atados, entonces es cuando saboreo el libro y la delicia de leer si el libro resiste otra lectura.
Tengo distintos
vicios en mi relación con los libros. Uno de ellos es que siempre prefiero aquel cuyo autor lo ha escrito en castellano, al traducido; simplemente por evitar la ingerencia del traductor aunque ello no es obstáculo para que los dos últimos leídos estuvieran escritos por
Lalla Romano y por
Mark Haddon. Otro hábito consiste en ceder el libro que acabo de leer, regalarlo a cualquier amigo o dejarlo
olvidado en el autobús por ejemplo, la casa siempre resulta pequeña y el espacio más aún. Sólo conservo aquellos que supongo algún día volveré a leer o los inevitables libros de consulta, aunque para consultas, mejor, ahora sí,
on line. El tercero de los vicios es el de nunca leer un libro de éxito en plena campaña promocional. No tengo justificación para actuar así, salvo la tendencia a pensar en el engaño de toda
campaña publicitaria.
El libro electrónico tendrá su mercado pero el libro impreso nos proporciona unas sensaciones difíciles de sustituir. Un libro bien editado siempre resulta mejor que ese mismo libro en una mala edición.